El Sol, que es el capricho por
antonomasia, miró por la ventana mientras jugabas en tu cuarto, y se dijo: “Me
gusta su mirada”.
Entonces
descendió bruscamente por su escalera de arena y atravesó haciendo mucho ruido
la ventana. Luego, se inclinó sobre ti con la extraña ternura de un padre y te
dio con sus colores en el rostro. De ahí que tus ojos fueron en adelante miel y
tus mejillas extraordinariamente bronceadas. Por haber contemplado al que te
visitó, tienes esos ojos tan extrañamente grandes; y por haberte peinado el
pelo con tanta ternura, se te quedaron para siempre los rulos dorados.
Al mismo
tiempo, cuando el sol expresó su alegría, llenó todo tu cuarto de una atmósfera
calurosa, de un verano luminoso; y todo ese calor viviente pensaba y decía: “Estarás
eternamente influida por mi beso. Serás hermosa a mi manera. Amarás lo que yo
amo y lo que me ama: la playa, el helado, el ruido y el día, el mar azul
inmenso, las sandías y las frutillas, el lugar donde estés, la amante que
serás, las flores de colores, sus perfumes que aromatizan, las aves que dan
vueltas y vueltas sobre el mar.
Y serás
amada por quienes me aman, cortejada por quienes me cortejan. Serás la reina de
los hombres de ojos miel, a quienes también peiné con mis caricias diurnas, de
los que aman el verano, la playa, las frutas, el helado, el lugar donde están,
la mujer a quien conocerán, las flores coloridas y divertidas de la playa de
todos los días, los perfumes que aromatizan el lugar, y los peces que nadan en
las aguas turbulentas”.
Y por todo eso, hermosa y querida niña, estoy ahora
postrado a tus pies, buscando en toda tu persona el reflejo del Dios amistoso,
del padrino fatídico, del nodrizo envenenador de todos los soláticos.
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